miércoles, 19 de febrero de 2020

TESTIMONIO


El peor día de mi vida

¿Qué puede hacer un niño al enterarse que debe convertirse en el hombre de la casa? La catarsis de perder a un familiar sepulta el alma, y abre los ojos.


Los pequeños susurros que tenían mis padres a veces para que yo no escuchara, las constantes visitas del médico a la casa, y varios meses aleatorios sin ver a mi padre. Todas estas cosas debieron advertirme sobre algo grave, jamás pensé lo peor hasta que paso.

Terminé de entrenar fútbol en la cancha principal de la escuela Eugenio Espejo, como cualquier viernes. En aquel entonces, a mis ocho años, tenía una gran predilección por ser el mejor delantero y número diez de la selección de mi escuela. Me esforzaba mucho. Fue un buen día. Salí temprano de clases. Marqué muchos goles, y para rematar mi madre vino a verme entrenar con un vestido de gala muy bonito color negro. También estaba acompañada de mi abuelita y mi tío. Todos enternados. ¿Qué no tenían que trabajar?
Decidí que, antes de ir a recoger todas mis cosas en el camerino, primero iría a saludar a toda mi familia que con gran gusto había venido a verme. El primero en saludarme fue mi tío Geovanny. –Eres fuerte muchacho- La segunda mi madre, me abrazó y al instante sentí que sus lágrimas caían sobre mi hombro derecho. Supuse que le llenó de orgullo que sea el mejor de la selección de fútbol. Tal vez, un día me convertiría en un gran futbolista. Me agarró de las manos y me hizo sentarme en sus piernas. ¡Que vergüenza, todos me estaban viendo! – Mijito, papito murió. -

Me comenzó a doler la cabeza, las manos, los pies, mis ojos. No podía ni siquiera pararme. No quería ser huérfano, no quería crecer sin un papá, no quería que mi madre llore, no quería perder la familia que había tenido hasta hace unos momentos. Pero, sobre todo, no quería que mamá se quede sola. Sufrí un mini desmayo, cuando desperté ya estaba saliendo de mi escuela y mi abuela me estaba poniendo los pantalones para que no solo me quedé con la pantaloneta de la selección. –Hace mucho frio mijito-

Si debo ser completamente sincero, debo decir que no recuerdo muy bien que fue lo que pasó después de eso. Las cosas pasaron tan rápido que un niño de tan corta edad no podía asimilar aún. Visitamos a mi madrina, nos encontramos con un abogado, me compraron ropa negra, comí en un restaurante caro, me subí en varios automóviles de lujo, conocí al alcalde, saludé con el mejor amigo de mi padre, y hasta intentaron tomarme fotos varios medios de comunicación, mi mamá no les dejó.

Total, nunca supe que ese día no volvería a mi casa, y que pasaría toda la noche sentado en una sillita de la Unión Nacional de Periodistas acompañando a mi madre, y escuchando las tonadas que Paulina Tamayo y la Banda de Guerra del Mejía habían preparado en honor a mi padre. De hecho, nunca supe cómo es que tanta gente pudo entrar en un lugar tan chiquito. Mi papá debió ser un hombre muy bueno. Lo querían, vaya que lo querían.

Los turnos de las personas que se acercaban al altar a darle la última despedida al “Chinito Carrera” (muerto por cáncer) de poco en poco se acortaba. Llegó mi turno, no quise que nadie me acompañe y fui. Un silencio muy incómodo se apoderó de la sala. Todos veían al niño de escuela acercarse solo al altar a ver a su padre fallecido. Jamás poder quitarme esa imagen de mi cara, por primera vez en mi vida me quebré en mil pedazos. En ese momento entendí que nunca más volvería a ver a mi padre, pero, sobre todo, en ese momento entendí que era mi turno de cuidar a mi madre con y contra todo. Fue una promesa que hice frente al ataúd de mi padre. Hoy, once años después, se la mantengo.

Escrito por: Juan Pablo Carrera

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