Las
verdades de mi abuela por Jessy Quitiaquez
A ella
no le gusta las fiestas, ni el ruido, ni los borrachos, ni niños mimados por
sus padres, ni los hombres infieles, ni las mujeres fiesteras, ni que las
plantas estuvieran mal cuidadas, ni que la casa este alborotada, ni que la ropa
este tirada en el piso.
Me
parece un poco dramático su sentido de ver las cosas y en algunos casos hasta
desconsiderado con ella misma. También se me hace excesiva la forma en que
siempre busca expresar la verdad. Mi abuela odia las mentiras, siempre
desconfía de los demás. Mi abuela jamás se queda callada, siempre en voz alta y
sin rodeos expresa lo que siente y expresa sus opiniones. En varias ocasiones
la veo en conflictos por decir la verdad e incomodar a los demás, para ella lo
peor del ser humano son las mentiras y no hay mentira blanda que sea ocultada o
perdonada.
Cuando
nacieron los primeros nietos, aprendió a manejar sus intolerancias, para no
sufrir a costa de ellas y no recibir reclamos de sus hijos. Ya no perdía el
tiempo enojándose por los ruidos o la música, sino que en ocasiones se unía a
ellos o buscaba un lugar para relajarse y poner a salvo su tranquilidad.
En el
fondo de ese sentido, mi abuela es como un dulce de manzana que se deshace en
el paladar: nos hacía cosquillas hasta sacarnos las lágrimas, nos reglaba
dulces a escondidas de nuestros padres, nos contaba cuentos apagado los focos y
una linterna en la mano. Si yo tuviera la oportunidad de elegir lo imagen con
la que quisiera irme de este mundo, escogería el siguiente recuerdo. Tres de
diciembre de 2014.Yo tenía quince años. Estaba en una de las mejores etapas de
mi vida, fue extraño porque creí que nadie se acordó de mi cumpleaños, al
llegar a mi casa me encontré con una carta y una guitarra me había regalado mi
abuela, con una de sus advertencias favoritas y únicas:
—Mi cheche, esa
guitarra es lo más valioso que tengo. Trátalo como si fuera un pedazo de tu
corazón.
Sin embargo, esa
tarde, en vez de andarme con cuidados con la guitarra, como ella lo dijo, pedí
a mi padre que me llevara a comprar decoraciones y le retoquemos ciertos
detalles. Cuando regrese y empecé a practicar ciertas músicas en la sala de la
casa era evidente que se percatara de todos los cambios que le realice. En ese
momento en voz alta le dije:
—Mira lo que compre, abuela.
Su semblante pasó
sin ninguna transición de la rabia al regocijo. Me abrazo, me apretó emocionada
contra su pecho, una grande sonrisa formaba su rostro, se sentó junto a mí y
empezó a cantar, como celebrando la decoración extraña de su guitarra.
Autor: Jessy Quitiaquez
Autor: Jessy Quitiaquez
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