miércoles, 19 de febrero de 2020

PERFIL DE: Hilda Piedad Suasnavas


Mi abuela era como un buen chocolate amargo 

Una semblanza de los aspectos más importantes de la vida de una mujer que fue hija, madre y abuela; que supo enfrentarse a las adversidades del contexto social en el que no escogió nacer.

A ella no le gustaba el ruido de los niños al jugar, ni las mentiras, ni que nos levantemos de la mesa para ir al baño, y mucho menos que le digamos abuela, sino “mamá”, eso la hacía sentir menos vieja. A pesar de que, de sus labios casi nunca, pero nunca salían palabras calurosas, detestaba ver a sus nietos en llanto desconsolados.

     A mi abuela constantemente la escuchabas gritar y es que, le molestaba la vagancia, la pereza, las intromisiones y sobre todo la pérdida del tiempo. Su carácter llegaba a ser tan fuerte como el de la furia de un león, pero a la vez, sensible y descomplicado como el aletear de una mariposa, porque se dejaba conmover por las escenas románticas y tristes de las novelas.
     Recuerdo que, a mis 11 años, solía pasar las tardes en su casa hasta que mi mamá volviera del trabajo; siempre bebíamos té caliente con galletas y chocolates, mientras veíamos la novela “El cuerpo del deseo”. Nos gustaba ir a la terraza extender una manta en el suelo para tomar el sol, mientras me contaba las historias de amorío de su juventud. A menudo me acurrucaba entre sus brazos como la gallina a sus polluelos, me hacía piojito en la cabeza y me inducia a una risa ahogada causada por las cosquillas, mientras me cantaba la canción del carnicero que era: Mi mamá me mando a comprar un pedazo de carne, pero me dijo que no cortara ni de aquí (mientras simulaba con su mano cortarme el brazo), ni de aquí (simulaba cortarme el estómago) … Pero si de aquí y me hacía cosquillas en el cuello. Me encantaba verla reír, pues a veces la sorprendía como un náufrago en el mar, observando por la ventana con un triste mirar, como si los recuerdos de su infancia la invadieran, como si sus vacíos aun buscaran ser llenados.
    Y es que su niñez hasta su vejez no fue nada fácil. Como en los cuentos, tuvo que enfrentarse a varios monstruos que la querían hacer caer y tuvo que lidiar con sus miedos y pesadillas. 

DATO
En 1950, década en la que las dos superpotencias vencedoras de la segunda guerra mundial, Estados Unidos y la Unión Sovietica, rompieron su alianza durante la guerra y se enemistaron convirtiéndose en líderes de dos bloques: el capitalista y el comunista, el mundo vio formarse lo que se conoció como Guerra Fría. Mientras esto sucedía, mi abuela, siendo la última después de cinco hermanos, con tan solo cuatro años de haber visto la luz del día y al sol ocultarse, estaba siendo regalada a su tía. Su madre se vio obligada a hacerlo por falta de dinero, pues ya no tenía para alimentar a una boca más.

  
     Ella se crió en un ambiente con pocos recursos, dejo la escuela como consecuencia su analfabetismo. Sin embargo, solía contar con agrado y entre risas lo chiva e inquieta que solía ser y como ella se describía, como marimacho. Una de sus anécdotas favoritas es que los niños le sabían molestar diciéndole Hilda tasca habas por su nombre, Hilda Suasnavas. Un día ella cansada se trepo a un árbol y con un sorbete les empezó a lanzar bolas de masa de machica y desde ahí la dejaron de molestar.
     Siendo viuda a sus 30 años y con 5 hijos, sumado a esto la difícil situación económica que atravesaban por años, más los recuerdos de culpabilidad del extravió de su primera hija, la endureció a un más. Ella se envolvió en una coraza rígida, dura y fría para ocultar su dolor y agonía.
     Mientras las hojas iban madurando, la contaminación aumentando, la tecnología avanzando, las generaciones creciendo y el cabello de mi abuela blanqueando, su corazón y humor fue cambiando. Sin duda las discusiones no dejaron de existir, pero primaban más los buenos momentos en los que ella nos hacía reír, las historias de miedo que nos contaba cuando se iba la luz y el amor que nos daba a todos, aunque no era con palabras, pero si con demostraciones de afecto.  Para mamá como a ella le gustaba que la llamasen todos, la familia se convirtió en su fuerza más importante. 

     Quizás la vejez la hizo más sensible o a lo mejor fue su enfermedad. A los 65 años le detectaron cáncer. Gracias al dolor logro reconocer el amor y disfrutar un poco más de la vida dejando de lado los rencores y la pena del pasado. Empezó a robarle tiempo al tiempo. Dejó que su verdadera esencia floreciera. Sus últimos 15 años de vida fueron cómodos, logro viajar, incluso cruzo fronteras. Ahora con su ausencia me doy cuenta que ella era el centro que nos unía en familia.  


Escrito por: Fernanda Gabriela Pazmiño 

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