La Phaqcha del Rumibosque
El calor azotaba la ciudad
de Quito, las primeras semanas del nuevo enero, era el clima perfecto para
viajar.
Era sábado por la tarde y me dirigía hacia el Valle. El punto de
encuentro era el Parque Turismo, en Sangolquí. Allí junto a mis amigos
tomaríamos un bus hacia Loreto, para luego ir una hora de camino a pie, y
llegar a las cascadas del refugio Rumibosque.
Ellos estaban ya esperándome: Kevin, Joel e Iván. Recuerdo que había
sido un día soleado, y en el atardecer, el cielo se tiñó de un rojizo o muy
intenso y brillante, no había ni una nube, prometía ser una noche despejada.
El viaje en bus hasta Loreto duró 40 minutos, sin embargo, fue
suficiente tiempo para que llegara la noche. Emprendimos camino, el sendero se
volvió tierra, césped, y árboles; nos detuvimos un momento, alzamos la mirada y
en medio de la oscuridad estábamos, nosotros, el bosque y el firmamento.
Al llegar pagamos la entrada, y escuchamos las indicaciones que el
guía tenía para nosotros, advirtió que tuviéramos cuidado, pues el camino era
un poco dificultoso. Bajamos por unas gradas, no eran las peores, pero daban
vértigo, estaban junto al acantilado, eran de madera, muy estrechas, y estaban
sostenidas solo con palos y alambres. Al terminar caminamos muy poco y nos
encontramos con la primera cascada, junto a ella estaba el lugar perfecto para
armar la carpa.
Una vez listo nuestro refugio para la noche, encendimos una fogata
con leña que habíamos recogido en el camino, nos sentamos a conversar, a beber
y fumar, hasta que hizo frío suficiente para hacernos entrar, no sé en qué
momento nos dormidos.
Nuestro plan del día siguiente era ir a las cascadas y nadar en el
río, así que nos levantamos temprano, recogimos el campamento, y partimos. Las
cascadas estaban seguidas una de la otra, llegamos a la segunda casi de
inmediato -en el trayecto encontramos, a un lado del camino un letrero que
decía “baño ecológico”, y junto se encontraba colgado un papel higiénico-.
Seguimos hasta que vimos la tercera cascada, era hermosa, el agua que de ella
caía brillaba y formaba un lago para bañarse, desembocaba en un río pedregoso,
y su sonido retumbaba en todo el bosquecito que la guardaba.
Junto a ella estaban unas gradas en desuso, Iván y Kevin subieron a
explorar, cuando bajaron me contaron que habían visto un arcoíris en el agua
-Iván dijo que era la casa de un duende-. Joel logró subir todos los escalones
y llegar a la cima. Yo estaba acostada en la orilla del río, en el césped,
metiendo las piernas en el agua y recolectando piedras, me cubría del sol con
una sombrilla negra y miraba el cielo azul.
Esperé a no soportar más el calor y llegado el momento me lancé de
un chapuzón al río y sentí como el agua me refrescó. Los chicos también se
metieron, nadamos y jugamos vóley, luego salimos a secarnos con el sol. Mi
memoria lo recuerda como uno de esos días “perfectos de verano”, el cielo tenía
una tonalidad azul turquesa resplandeciente, la luna estaba en lo alto, y junto
a ella, el sol.
Llegó la hora de partir, levantamos el campamento agotados, volvimos
por el sendero que habíamos recorrido oscuras, al ver las gradas me sorprendí,
era muy alto, cálculo que unos 25 metros. Subimos de a poco pero “sacados el
aire”.
Llegué a casa, muerta de cansancio, pero feliz. Es sorprendente la
alegría que son capaces de producir en nosotros las cosas más simples. Mientras
tomaba un baño, recordaba el agua cristalina, refrescante y sanadora de la
Phaqcha del Rumibosque.
“En huida del calor, el
Rumibosque me llegó”
|
“Es sorprendente la alegría que son capaces de producir en nosotros
las cosas más simples”
Autor: Benecir Vega
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